domingo, 7 de diciembre de 2008

Fisherton


Por Hernán Lascano
Critica Digital. Edición Santa Fe

Antiguo pueblo y estación ferroviaria, pintoresco, manso, exclusivo, distinguido por la arquitectura inglesa, el verde de sus calles, sus mansiones de estilo junto a otras más modernas. Así designan numerosos textos de divulgación turística a este enclave histórico de la zona noroeste, con el garboso barniz que reciben los lugares y las personas en los que una sociedad deposita las insignias de su orgulloso abolengo. Lo que produce también, sobre todo en la acentuación del matiz de exclusividad, una lógica de eslogan publicitario. Con tan seductora descripción aparece no sólo la forma de un lugar: también la fundación del deseo de ser, tener y distinguirse, precisamente, allí.

Caminando junto a las casuarinas y álamos plateados del bulevar Argentino puede notarse, en viejos pobladores, algún escombro de nostalgia. Un vecino de 53 años, padre de tres hijas, dice que en los años ‘60 quien elegía Fisherton buscaba un lugar retirado de la ciudad para encontrar tranquilidad. El que elige ahora, más que nada, busca estatus.

No parece tanto una broma del lenguaje, entonces, que hasta hace dos semanas Mario Roberto Segovia pasara largas horas en la confitería La distinción, disfrutando con el café matinal del escenario privilegiado de su nuevo vecindario y, también, de la curiosidad de quienes notaban la extravagancia de sus posesiones. Sobre todo descomunales, onerosas y visibles.

La semana pasada conversé, por mi trabajo, con Federico Faggionatto Márquez, el juez que acusó a Segovia de ser el mayor exportador nacional de efedrina a México para la elaboración de drogas sintéticas. En un alto, con alguna sorna, el juez contaba que el día del allanamiento a la casa del “rey de la efedrina” los vecinos se acercaban a palmear a los policías, a felicitarlos, a darles datos del nuevo vecino, a preguntar relamiéndose en qué indudable cosa turbia andaba “ese muchacho” para pasearse en Rolls Royce y Hummer por las adyacencias del Golf Club.

Los murmullos de vecinos coinciden –como algunos comentarios a las notas de este y otros diarios– en cierta complacida corroboración: Segovia no podía vivir ahí y tener lo que tenía sino en base “a algo turbio”. ¿En qué se funda la evidencia? En el hecho de que el personaje en desgracia es, a la mirada media, un cabeza. Un grone. Un negro con plata en Fisherton.

Nadie que se haya asomado al caso ha dejado de oír eso en estos días. Laurita, de 32 años, en los agregados al artículo central de Crítica Santa Fe del domingo pasado, dice: “Soy rosarina y es llamativa la cantidad de gronchos de cuarta que andan en vehículos majestuosos y viven en mansiones dignas de Beverly Hills. La gente de Rosario, que es mucha la que dispone de fortunas importantes, no tiene ese tren de vida alocado y pasa desapercibida, no le hace falta mostrar lo que tiene, porque ya se sabe. Todos saben quienes son los delincuentes”.

Todo indica que la montaña de dinero fácil manejada por Segovia está empapada de la sangre de los decapitados de Tijuana y Ciudad Juárez. Nada más lejos, por tanto, que un intento de defensa o simpatía por él. Lo atractivo es ver en su caso la ideología insinuada en el singular estatuto de “lo turbio”.

En las visiones predominantes del delito hay un solo modo condenable de hacer plata. Es la forma en que, delinquiendo, hacen plata los negros. Lo intolerable del negro que hace plata es que la muestre. Lo que además pone en evidencia cierta anomalía social. Si el negro ostenta plata, como pasó con Segovia, lo normal es que se termine constatando su origen mal habido. De ahí la satisfecha conclusión de los vecinos con su profecía.

Hay otro linaje, dueño de mayor sobriedad, que no muestra la hilacha. Son los que tienen fortunas importantes pero, como explica Laurita, pasan desapercibidos. No importa cómo hicieron o hacen la plata. La tienen desde siempre. Un estado de naturaleza. Lo que reconforta en ellos es ese comedimiento, esas sonrisas frugales de pañuelito al cuello, ese savoir faire de clase.

No en forma inmotivada, pienso que un arquetipo de ese modelo humano es Hugo Biolcatti, el actual presidente de la Sociedad Rural Argentina (SRA). Lo que me lleva hacia un suceso de abril de este año que también ocurrió en Fisherton. Un grupo de dirigentes de la SRA local, algunos vecinos del barrio, se plantaron en la casa del diputado Agustín Rossi a escracharlo delante de sus hijos pequeños. Con una belicosa manifestación, le reprochaban su postura en la disputa generada por la fijación de retenciones móviles. Esa vez se oyeron, también, descalificaciones por las “ventajas” que le habían permitido a Rossi establecerse como “nuevo vecino” en el tradicional barrio.

Por aquellos días, una reportera preguntaba a Biolcatti en una protesta si los ruralistas, por los métodos que adoptaban, no quedaban homologados a los piqueteros. He aquí su inmortal réplica: “Creo que usted se equivoca o no ha ido a mirar el color de la piel de los que lo están haciendo”.

Los hombres tienen estatutos diferentes por el color de la piel. Sus delitos también. Durante el conflicto rural, ya que hablamos de eso, las retenciones habían subido del 27,5 por ciento al 35 por ciento. Ante eso, cerealeras exportadoras –Bunge, Cargill, Dreyfus, Nidera, Aceitera General Deheza, Molinos Río de la Plata– se apuraron a presentar declaraciones juradas con compromisos de venta de soja aún no celebradas para esquivar ese impacto en sus números. De esta forma, jurando y mintiendo, el exportador evadía una suma formidable de dinero, que sí le descontaba al productor aunque sin rendir al Estado. El ex diputado opositor Rafael Martínez Raymonda, que detectó la maniobra, estimó que de ese modo se sustrajeron de su destino 1.500 millones de dólares. Esto es 1.450 millones de dólares más que el monto de las operaciones atribuidas al “rey de la efedrina”. Parte de ese dinero es para gente que, lejos de alardear, luce austera en barrios exclusivos.

Biolcatti, que pertenece a un sector con un peculiar concepto sobre la riqueza tolerable, no dijo nada de esa acción, tan podrida y criminal como el narcotráfico. La fortuna de los de su estrato, además de la material, es quedar a salvo de lo que la sociedad no les perdona a los gronchos, menos que menos si son faroleros. Sabemos que esta sociedad nos invita a todos a desear las mismas cosas, pero es menos generosa a la hora de dar a todos las herramientas para que las consigamos.

Sabemos también que cuando lo fastuoso se exhibe, y encima si lo muestra un negro, algo se descalabra. Así que mejor que las familias ricas sigan siendo sobrias. De ese modo nadie se preguntará nada y todo quedará en su lugar. Lo normal. Como ha sido y debe ser.

En lo bueno y en lo malo, tenemos una idiosincrasia de ciudad italiana. En Gente de Roma, la última película de Ettore Scola, un vecino hace un comentario no muy amistoso sobre los inmigrantes que llegan a la ciudad. Se lo hacen notar y se defiende. “No es que nosotros seamos racistas –dice–, es que ellos son negros”. No es nuestra culpa. Claro que no.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Porquè no llamar simplemente a los delincuentes o narcotraficantes por su nombre, sin tener que agregar el artìculo discriminativo de "negro", "grone", o "groncho"? Sin generalizar creo que hay muchos negros honestos, y mucha gente pobre tambièn... Usar este tipo de calificativos creo que quita mèrito a quièn escribe y degrada el modo en que escribe.

Snap Shots

Get Free Shots from Snap.com