jueves, 26 de enero de 2012
Minas, el cielo abierto
Es curioso que en un conflicto como este se inmiscuyan esas cosas: minas, el cielo abierto. Pero es cierto que, más allá o más acá de ecos confusos, la pelea por la mina a cielo abierto de Famatina es un caldito, un concentrado de Argentina: está casi todo. Está, para empezar, el reacomodamiento de un país que vive cada vez más de la extracción de su materia prima. Está la globalización neoliberal que favorece que grandes empresas extranjeras se lleven esas materias primas. Y está la forma en que nuevas técnicas cambiaron esas formas de extracción, cambiando relaciones sociales y económicas, maneras de vivir. También está la defensa del medio ambiente, gran caballito actual, y sus variados usos e interpretaciones. Está, por supuesto, el infaltable político que prometió una cosa e hizo lo contrario y está, por lo tanto, el funcionamiento de esto que llamamos democracia. Está la actuación de un gobierno que perora contra ciertas "corporaciones" y favorece a la mayoría. Y están sus partidarios que abrazan las causas más nobles siempre y cuando sus jefes los dejen.
Y tantas otras cosas están en la pelea entre los habitantes de Famatina, un pueblo del noroeste árido, montañoso argentino –mayoría de agricultores de nueces y frutales–, contra la empresa minera canadiense Osisko Mining Corporation, que firmó con el gobernador de la provincia, Luis Beder Herrera, un convenio para llevarse oro en grandes cantidades.
Extracción, decíamos: entre los diez rubros que encabezan las exportaciones argentinas, sólo uno es industrial: el resto es materia prima cruda o muy levemente procesada. Granos y yuyos, por supuesto; gas, petróleo, minerales. La minería, que parecía pasado, volvió con fuerza. Hay lugares, como esas sierras riojanas, donde se explotaron vetas de oro desde el siglo XIX –y se habían agotado. Pero las nuevas técnicas permiten explotar –brutalmente– filones que no habrían sido rentables sin ellas. Es, como la soja, un modo de sacar todo lo posible lo más rápido posible. Sólo que en la minería todo es más tosco, más visible: ganancias extranjeras, poquísima mano de obra, destrucción más violenta.
Las nuevas técnicas consisten en volar sierras enteras y pasar sus restos por agua, cianuro y otros químicos para separar los metales –más o menos– preciosos de la basura pura. Para eso se necesita mucho dinero –el suficiente para comprar insumos y políticos– y mucho desprecio por el futuro –el suficiente como para cargarse un territorio–: son dos condiciones que, en la Argentina, muchos reúnen. También, con creces, ciertas corporaciones extranjeras: lo son todas las grandes mineras que aparecieron en las dos últimas décadas; no lo son los gobernantes que las trajeron.
Todo empezó, faltaba más, con una ley del peronismo menemista: la 24.196 exceptúa a las mineras de la mayoría de los impuestos, les permite llevarse el mineral sin el menor control –el Estado sólo recibe la información que la propia empresa se digna darle–, y les cobra de regalías un tres (3) por ciento de lo que las empresas dicen que se llevan. La ley fue convalidada por el peronismo kirchnerista: su creador lo dijo cuando presentó su Plan Minero, 2004: “El sector minero argentino es uno de los pocos que durante la década del '90, con cambios importantes en la legislación, empezó a tener un principio y un punto de inflexión que le permitió avizorar un destino estratégico diferente”, dijo entonces Néstor Kirchner –y confirmó los mecanismos, las prebendas.
Es pura extracción tipo colonia: señores que arman grandes enclaves donde los locales no pueden entrar, sacan todo lo que pueden, se lo llevan, lo cobran afuera y no dejan casi nada –salvo unos pocos puestos de trabajo transitorios y un desastre en el espacio y en la sociedad: una forma de corrupción generalizada.
Que, por supuesto, llega a los más altos. El ahora gobernador kirchnerista de La Rioja, Luis Beder Herrera, se pasó años haciendo campaña contra esta forma de la minería: que era un robo, que las empresas conseguían sus minas a base de sobornos y corrupciones, que iba a prohibir la explotación minera a cielo abierto en la provincia, dijo, por ejemplo, en este video de marzo de 2007, cuando era vicegobernador y el pueblo de Famatina ya se oponía a la apertura de la mina de oro:
–El pueblo los va a parar. Yo voy a hacer la ley –bueno, la Cámara de Diputados la va a hacer– para pararlos, y el pueblo de Famatina y Chilecito la va a defender…
Y consiguió esa ley y la Barrick Gold tuvo que retirarse y un año después, ya como gobernador, la hizo anular, y ahora firmó el convenio con la Osisko. Que también corrompe a muchos más. Es lo que el diputado y cineasta Pino Solanas, uno de los pocos políticos porteños que fueron a apoyar los reclamos, llama la “contaminación social y cultural”: una empresa comprando la voluntad o la tolerancia de autoridades varias y ciertos pobladores, personas convenciéndose de que, en última instancia, si hay que entregar o destruir todo para sacar unos pesos, quizá valga la pena.
–Salvando distancias, es el mismo mecanismo que produce el narcotráfico, que hace que mucha gente acepte ciertas prácticas podridas porque traen plata. En este caso ni siquiera está claro que vaya a traerla pero algunos se ilusionan, se dejan tentar. Y eso termina por corromper las sociedades donde actúa.
Dice Solanas; sabe, también, que muchos se resisten. Ahora, los habitantes de Famatina llevan casi veinte días en la plaza, en la calle, en la ruta que va al cerro, tratando de impedir que la mina empiece a funcionar. Dicen que lo que más les preocupa es la amenaza inmediata a su forma de vida: no quieren que les arruinen el suelo y el agua, que acaben con sus vidas tal como las conocen. Algunos, además, insisten en el saqueo económico, el expolio.
Que funciona con sus propias reglas. Hace unos meses un directivo de la minera canadiense estaba en la hostería del pueblo; alguien lo vio y avisó; las campanas de la iglesia lo comunicaron a todos los demás, que se acercaron a rodear el edificio. El directivo huyó despavorido; se dejó, en su huída, una carpeta. Adentro había una guía de operaciones que incluía formas de eludir ciertas restricciones financieras y maneras de autorizar y asentar los gastos por coimas. Y había también una lista de los pobladores más activos en la pelea contra la mina, con datos personales muy precisos, grados de “peligrosidad”, intenciones de comprarlos, orrores de hortografía. Ni la justicia provincial ni la federal abrieron ninguna investigación sobre una lista negra que recordaba los tiempos más negros: hablemos de derechos humanos.
Mientras tanto, los ciudadanos siguen en la ruta y el gobernador kirchnerista insiste en que la mina va a funcionar “sí o sí”, pase lo que pase –y el gobierno nacional no habla del tema. Sus periodistas, intelectuales, funcionarios y otros defensores habituales lo evitan; sus medios no lo tratan –o lo tratan tan poquito que es como si no. Hace días que circula una solicitada de apoyo a los habitantes de Famatina, muy firmada; uno de sus promotores se quejó de que el diario oficialista Página/12 les pidió 15.000 pesos para publicarla –y no la pudieron publicar todavía. Los grandes medios opositores, mientras tanto, se debaten entre su interés en difundir un tema urticante para el gobierno y sus intereses económicos, más cercanos a la gran minería.
Así, el tema circula poco: un pueblo levantado contra una empresa extranjera que pretende arruinarle la vida podría ser una historia caliente, pero nadie parece cómodo con ella. El gobernador espera que los famatinos se cansen de oponerse –y es cierto que no pueden quedarse en la ruta para siempre. Hace casi diez años, en el pueblo patagónico de Esquel, otra minera quiso llevar su cianuro para llevarse el oro, y los ciudadanos que se oponían organizaron un plebiscito sobre el tema. A principios de 2003 mucha gente creía que estaba construyendo una democracia más auténtica, donde las decisiones no quedaran en manos de representantes en los que no podían confiar.
Aquella vez la gran mayoría –el 81 por ciento– votó que no quería la mina y el gobierno provincial de Chubut no tuvo más remedio que aceptar la voluntad de aquellas urnas. Yo, entonces, fui a verlos: me interesaba esa forma de democracia –un poco más– directa, y pensé que Esquel podía ser una avanzada de otro modo de intervención política. Me equivocaba, como casi siempre, pero quizás ahora los ciudadanos de Famatina podrían retomar esa experiencia y, otra vez, usar los votos para imponer sus voluntades.
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