Por Marcos Novaro Para LA NACION
En estos días la sorpresa y el enojo parecen ganar hasta a los más pintados, y se vuelve cada vez más difícil pensar y entender la situación. Entender, cabe aclarar, no equivale a justificar. Puede estar acompañado de juicios muy duros sobre los protagonistas del momento. Pero, en cualquier caso, es necesario para actuar racionalmente en él. Y de eso se trata.
Entonces ¿dónde está la racionalidad del conflicto entre el Gobierno y el campo? ¿Tiene todavía alguna, o es ya el reino de la confusión y la sinrazón? Parte del problema reside en que los involucrados han estado jugando dos juegos no sólo distintos, sino discordantes, y por tanto las señales que uno envía, el otro las lee mal, y generan de su parte reacciones inesperadas, "irracionales", para el primero.
No ha faltado el politicólogo devoto de la teoría de la racionalidad que sostuvo que el Gobierno ha venido peleando esta batalla siguiendo las reglas del "juego del gallina", ese en el que dos conductores de automóviles que avanzan a toda velocidad en un curso de colisión compiten por ver quién es el que resiste la tentación de girar el volante.
Sin embargo, esa descripción tiene más sustento para los ruralistas que para el Ejecutivo; lo demuestra la insistencia con que éste ha señalado que no se considera un igual de aquéllos ni una parte más en un conflicto que, según sus palabras, enfrenta el interés general, por él representado, con intereses facciosos y poco solidarios.
Según su propia caracterización de los hechos, el juego al que ha estado jugando se parecería más al del "colectivero enloquecido", uno que quienes utilizamos el transporte público automotor de Buenos Aires al menos alguna vez en la vida hemos jugado (involuntariamente, claro). En él, el conductor, que en este caso es uno solo, harto de las críticas y peticiones del pasaje, cuyos miembros hacen las veces del "gallina" del otro juego, aprieta progresivamente el acelerador, elevando el riesgo de que se produzca un choque (es decir: costos intolerables para todos), hasta que una mayoría de pasajeros, o todos ellos, sopesen el riesgo y desistan de molestarlo. "Está bien, tenés razón, pero calmate que nos vamos a matar", sería la fórmula que equivale a torcer el volante en el juego anterior.
Desde una posición crítica, podrá decirse que darle la razón a una persona enloquecida no es más que una simulación dirigida a desarmar la escalada paranoica en que ella misma se ha encerrado, y que no tiene los mismos efectos de aceptación de las reglas del juego y de sus resultados que están presentes en el caso del gallina. Pero un defensor del juego del colectivero contestaría que eso es irrelevante, porque el conductor también pudo estar simulando su enloquecimiento, para imponer el acatamiento a su voluntad, que es lo que importa. El juego, sus jugadores y, por ende, sus consecuencias podrán seguir considerándose "racionales".
El problema de un juego de este tipo no consiste en la locura, sino en los resultados que produce a lo largo del tiempo: mientras en el juego del gallina la reputación del ganador es de gran importancia para posicionarlo ventajosamente en las siguientes lides, la reputación que se hace el colectivero enloquecido es muy costosa en los turnos sucesivos: los pasajeros abandonan el vehículo en cuanto tienen oportunidad, nadie vuelve a jugar, etcétera.
Cabría preguntarse por qué el conductor no prevé esos costos. O si los considera justificados en función de qué otros objetivos. Hasta hace muy poco, la perspectiva predominante era que el kirchnerismo era esencialmente coyunturalista. No le interesaban el mediano ni mucho menos el largo plazo. Por lo tanto, la explicación habría que buscarla por el lado de la imprevisión. Pero, de nuevo, las propias descripciones del conflicto rural que formuló el Ejecutivo dan por tierra con esta explicación: porque en ellas la historia y el largo plazo cumplieron un papel central.
Ceder en este caso apareció a los ojos del Gobierno como un modo de perder reputación, precisamente, frente a futuros desafíos, que podrían protagonizar grupos de interés, sectores partidarios y otros muchos eventuales agregados del "pasaje". Es decir, el Gobierno asumió que debía optar entre ser tomado por un loco temible o por un débil razonable, y optó por lo primero, aun al costo de perder capacidad de convencimiento. Ello podría ser considerado racional, y hasta razonable, según las alternativas y el contexto del juego: cuál es la eficacia del convencimiento en el medio en que le toca actuar y cuáles los argumentos disponibles para convencer; si los pasajeros tienen como alternativa un chofer menos proclive a los deportes extremos, o cuánto tiempo pueden aguantar a la vera del camino. Finalmente, importa el premio que está en juego.
Esto último nos lleva a la segunda dimensión temporal del juego oficial: en las peticiones con que se incomodó al conductor éste leyó los signos de un desafío vital que arrastra desde el principio de su historia (y que según él acompaña a la propia historia nacional desde sus comienzos) y que no podría ya ni alterar en sus términos ni eludir. Esta historización hace al núcleo del sentido atribuido por el colectivero a su acción. Es lo que impide decir que su "enloquecimiento" sea mera simulación. Porque el desafío que enfrenta, a sus ojos, no es menos destructivo que el resultado esperable de una escalada sin fin, un choque a toda velocidad. Se entiende por ello que, en este juego, el orden de las preferencias sea muy distinto que en el del "gallina": mientras en éste ninguno de los dos conductores quiere chocar y girará el volante si se convence de que el otro no lo hará (se trata, finalmente, de un juego de negociación, orientado a lograr un acuerdo), en el "colectivero loco" el conductor preferirá chocar a ceder. Ello no lo vuelve irracional: sólo está jugando a otra cosa, a un juego de dominio.
Los argumentos que se dan desde el poder son, a este respecto, reveladores. En ellos, "ceder" equivale a perderlo todo: "¿Qué tendría que haber hecho?, ¿decirles que queden con todo, el campo está en orden, feliz Día de la Bandera?", se preguntó la Presidenta en el Salón Blanco; "si Perón no hubiera cedido en 1955, el golpe no se habría producido, a nosotros no nos va a pasar", había explicado su marido días antes. Podría creerse que con esta inscripción histórica que el colectivero hace de la disputa en curso se permite abrevar de la experiencia, poner la situación "en perspectiva", y, gracias a ello, puede medir más precisamente las consecuencias de sus actos. Pero nada más alejado de la verdad: más que una cantera de experiencias de las que aprender, la historia es utilizada como la escena en la que se representa la repetición una y otra vez, bajo múltiples disfraces, del mismo problema; de manera que es posible, incluso recomendable, tomarse las más amplias libertades para interpretar sus "datos".
Así se entiende que el ex presidente, días después, ofreciera una versión muy distinta del golpe contra Perón, que ya no se atribuyó a que él cediera, sino a que no lo hiciera: "Si en el 55 Perón hubiera cedido a las pretensiones de los golpistas, quizás habría durado un par de años más, pero no habría perdurado en la memoria del pueblo".
Es que, finalmente, lo importante no es lo que se puede aprender de la inscripción temporal del conflicto, sino lo que ya sabíamos: "Cediendo estaremos acabados, sin ceder tal vez choquemos, pero habremos demostrado que estábamos en lo cierto, y que el pasaje soliviantado representaba una amenaza peor que la muerte".
No es de descartar que este énfasis argumentativo esté orientado a señalar al adversario cuál es el juego que se está jugando y las pocas opciones que le quedan de acuerdo con sus reglas: "no hay ni habrá negociación, porque no estamos midiéndonos, así que te queda elegir entre acatar, o arrojarte por la ventanilla". Pero lo esencial está más allá, en una racionalidad de largo plazo que viene a justificar actitudes que, en lo inmediato, pueden parecer irracionales incluso a los aliados del chofer: en su desenlace final, cualquiera que sea, el conflicto revelaría la función pedagógica o, para decirlo en un sentido más tradicional, correctiva, que el conductor le asigna; así como el colectivero pretende "reparar" una humillación y "educar" a pasajeros molestos por la vía del terror, los Kirchner recurren a un equivalente uso de la posibilidad de destrucción mutua que se justifica por la necesidad de "corregir" toda una historia de frustraciones que signan el presente. Es como si el revisionismo histórico -discurso que denuncia el olvido de otros cursos posibles del devenir nacional, que de haberse seguido hubieran realizado la felicidad colectiva-, al imponerse como instrumento ideológico para tomar decisiones pasara a ser un revisionismo político, que traduce ese rescate a la práctica y busca rehabilitar tiempos perdidos que nunca fueron, y que signan como una obsesión el presente. En esta variante extrema del juego, por cierto, los cálculos racionales se dificultan por la paranoia que domina a su protagonista.
Desmontar la lógica del "colectivero enloquecido" y hacer lugar a un juego de negociación es posible, y una nueva oportunidad para ello se ha abierto gracias al envío del proyecto de retenciones al Parlamento. En lo que puede leerse tanto un cambio de registro en el juego del Ejecutivo como una nueva vuelta de tuerca en su fuga hacia adelante: "Sumo más actores al conflicto y aprieto el acelerador". Para fortalecer la primera alternativa puede ser insuficiente mostrar disposición a ceder: una detente dirigida a desescalar el conflicto puede ser percibida del otro lado como mera debilidad y tener incluso un efecto contraproducente, como ya se ha visto en ocasiones anteriores. Tejer lazos de cooperación y coordinación entre actores, y desmontar las descripciones y relatos en que se acoraza la racionalidad del conductor, son pasos tanto o más necesarios. Porque estos relatos son tan esenciales al juego del Ejecutivo como su control sobre el volante; y porque sólo la intervención de terceros, en especial terceros no directamente involucrados, puede hacer pesar otras racionalidades más cooperativas.
Es hora de que evalúen los costos que tendrá no hacerlo.
El autor es sociólogo, profesor de Ciencias Políticas (UBA) e investigador del Conicet.
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