Dedicado especialmente a los Bomberos Voluntarios de Funes
y Bomberos Voluntarios de Roldán
Ser bombero es ir en contra de la corriente, en el más literal de los sentidos.
Es correr al revés, justo hacia el lugar de donde todo el mundo huye.
Fernanda Sández
Diario Critica Digital
Ser bombero es ir en contra de la corriente, en el más literal de los sentidos. Es correr al revés, justo hacia el lugar de donde todo el mundo huye a los gritos. Ser bombero voluntario es algo todavía más inverosímil: es correr al revés, justo hacia el lugar de donde todo el mundo huye a los gritos. Y hacerlo, además, gratis. Porque sí. Pues bien, mi papá era eso. Bombero. Y voluntario.
Antes de las Torres Gemelas y sus televisados héroes de ojos azules y cara tiznada, valga la aclaración, ser bombero no era glamoroso. Era más bien grasiento, galgueado, maloliente. Los bomberos que yo conocí, de hecho, eran señores anchos y petisos que se la pasaban a los latigazos contra las llamas, sí, pero también bajando gatitos de los árboles y sacando caballos de adentro de pozos. En el cuartel (Lomas, Lanús, Banfield, La Boca, lo mismo da) había también algunos chicos. Pero sólo se les permitía mirar de lejos. Jamás se los llevaba a los incendios. Podían limpiar el equipo o ponerse los cascos. No mucho más. Aun así, los que tenían pasta persistían. Se quedaban en el cuartel. Entrenando, sin saberlo y casi sin hablar, para imprescindibles. A excepción de la de monje de clausura, debe haber pocas vocaciones más proclives al silencio que ésta. Será que en medio de un incendio, cuando todo se deshace alrededor, abrir la boca es gastar aire. Y lo único que no gasta un bombero voluntario es precisamente eso: el aire de sus pulmones.
De todo lo demás tampoco gasta mucho, a decir verdad, sencillamente porque no lo tiene. Aquí no hay centauros con cascos de última generación como los que se vieron al caer las torres, sino seres mitológicos de bajo presupuesto. Casi nunca hay plata para equipos ni autobombas rutilantes como las que desfilan en pantalla. Los de acá funcionan a voluntad. A pulmón. No por casualidad, en el frente del primer destacamento de bomberos voluntarios del país –el de La Boca, creado el 2 de junio de 1884 por siete tanos bravíos– se leía “Volere è potere”. Querer es poder. No creo que haya una mejor divisa para quienes se lanzan corriendo al rojo vivo.
Una vieja creencia judía sostiene que hay diez hombres que nos justifican ante Dios: los Lamed Wufniks. Una decena de seres que eligieron arder, y no durar. Sé que entre esos diez responsables de que el mundo entero no se venga abajo hay, como mínimo, un bombero voluntario. Pero como los que yo conozco son hombres y no ángeles, de vez en cuando se cansan un poco. Ya no de sostener el universo, qué va, sino vivir denunciando los vivillos que salen, rifa en mano, a aprovecharse de la buena voluntad del vecindario. También se cansan, y cómo, del desdén estatal. “¡No sabés las máscaras, los cascos, los equipos de reanimación que tienen los bomberos de Canadá!”, se quejaba hace algún tiempo un reservista mofletudo. Un bombero voluntario de Lanús, ex compañero de mi viejo, además, a quien todavía llamaba “el jefe Sández”.
Al tal jefe, dicho sea de paso, el aire se le acabó relativamente rápido. A los 63 años. Se lo llevó una mezcla de asma, años de respirar tóxicos en la fábrica y pasión por todo lo que ardía. También en eso fue literal. Ardió en vida, toda su vida. Me legó una biblioteca esplendorosa, el gusto por los mapas, la devoción por Jauretche. Y, antes de eso, la inclinación por todo lo frágil. Por los animalitos y por “cualquiera que no pueda hablar”. Llegó a diseñar para sus adorados Bomberos Voluntarios de Lomas de Zamora (ah, porque en sus ratos libres mi viejo era ingeniero) una autobomba con lo último en tecnología “bomberil”. Les regaló los planos. Hoy esa autobomba es una de las tres que llevan su nombre. Y a sus amigos, cada vez que vuelan hacia un incendio.
El 2 de junio se celebra el Día del Bombero Voluntario y algo hay en ese festejo me recuerda las Efemérides Truchas que supe disfrutar en otro diario. Nunca, o casi nunca, me acuerdo de ellos precisamente ese día. Pero sí todos los demás. Hoy, por caso. O hace añares, cuando escuché a Cavallo decir que con diez mil dólares no le alcanzaba ni para las expensas, por ejemplo. También por estas horas, cuando el país se sobresatura de bomberos políticos que prometen –ahora sí– apagar el incendio que ellos mismos ayudaron a crear. Pero, sobre todo, pienso en él cada vez que una sirena aúlla y el mundo, por un instante, deja de girar. Como si dudara entre seguir o no. Cada vez que hay un incendio real, sin tiempo para discursos ni superhéroes de telgopor. Entonces sí, cierro los ojos y el milagro vuelve a suceder. Los veo pasar, ardiendo. Empujando el universo.
A él y a todos los que van al revés. Los otros. Los que no duran. Los imprescindibles.