Por Claudio A. Jacquelin
Diario La Nación
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MONTEVIDEO.- Pocos pueblos se parecen tanto como el uruguayo y el argentino. Pero tanta similitud no hace más que resaltar las diferencias. Los comicios celebrados ayer no hicieron más que ratificarlo.
La credibilidad de las instituciones, el respeto a las normas y la vigencia y vitalidad de los partidos políticos son los puntos donde los contrastes entre ambos pueblos no pudieron resultar más evidentes.
El partido gobernante quedó a apenas dos puntos de obtener la mayoría que exige la Constitución uruguaya, mientras que el partido que quedó segundo se ubicaba a casi 20 puntos de distancia. Sin embargo, a los candidatos frenteamplistas no se les ocurrió proclamarse vencedores ni mucho menos exigir que la fórmula del Partido Nacional, que se ganó el derecho a disputar el ballottage, resignara y abandonara la lucha.
Si la diferencia con la Argentina aquí es elocuente a simple vista, lo es mucho más si se tiene en cuenta que el sistema electoral uruguayo es uno de los más exigentes del mundo: para ganar en primera vuelta, una fórmula debe obtener la mitad más uno de los votos del total del padrón y no sólo sobre el número total de los que fueron a votar, o de los votos válidos.
"Nos dirigimos casi a la victoria. Vamos a plantear un plebiscito entre dos visiones del país." Esa fue la frase más audaz que se escuchó en la conferencia de prensa que dio la fórmula del Frente Amplio tres horas después de cerrados los comicios y cuando todavía no había cifras oficiales suficientes para dar nada por cerrado. Quien la pronunció fue el candidato a vicepresidente Danilo Astori, el moderado compañero de binomio del ex jefe tupamaro José "Pepe" Mujica.
Pero poco antes el combativo ex guerrillero había optado por reclamar un "esfuerzo más" a sus militantes y, sobre todo, por exigir que en la campaña para la segunda vuelta se mantenga "la altura, sin gestos destemplados, como se pueden dar en otras sociedades". Un remate como para que ningún argentino dejara de sentirse aludido por el contraste en la comparación.
Ayer, en Uruguay votó un 90% de los habilitados para hacerlo. En las últimas elecciones presidenciales argentinas se superó escasamente el 70% de participación. Ayer aquí no se escucharon voces que denunciaran irregularidades o instalaran sospechas sobre la transparencia del acto electoral o de abusos de poder del gobierno, aunque el oficialismo quedara a las puertas de imponerse en primera vuelta y aunque la segunda fuerza obtuviera menos votos que en los anteriores comicios presidenciales.
¿Hace falta recordar el coro destemplado de votos que se hizo escuchar en las últimas elecciones presidenciales argentinas para exponer desprolijidades, quejas de votantes e infinitas denuncias de irregularidades por parte de la oposición y de ciudadanos defraudados, escépticos o ya estructuralmente descreídos de las instituciones y de los partidos políticos?
Pero hay otro dato no cuantificable, aunque no menos relevante, que marca diferencia y provoca envidia: la convivencia pacífica y respetuosa entre los candidatos (al margen de las inevitables chicanas verbales), y sobre todo entre los militantes, que pueden compartir una esquina clave o una plaza en el día previo a la elección no sólo sin agredirse sino dándole al encuentro un clima festivo.
No es esto último diferente de lo que ha ocurrido en otras elecciones en este país respecto de lo que sucede en la Argentina, pero la escena adquiere otra relevancia cuando se tienen en cuenta algunos detalles distintivos de estos comicios respecto de otros anteriores:
- Los principales contendientes de ayer representaban las alas más extremas de sus respectivas fuerzas políticas. Y no sólo eso: uno de ellos es un ex jefe guerrillero y el otro es el símbolo del neoliberalismo noventista.
- Y por si todo eso no fuera suficiente, hay que recordar que junto con las elecciones presidenciales y parlamentarias se realizaba un plebiscito sobre la ley de caducidad que impidió juzgar a los militares involucrados en la represión ilegal durante la dictadura que empezó en 1973 y concluyó en 1985.
Así, ni siquiera las cuentas del pasado por saldar desnaturalizaron la competencia democrática por el futuro del país. Tampoco crisparon los ánimos de la ciudadanía ni llevaron a los candidatos y dirigentes políticos a la descalificación personal. En Uruguay, la política sigue sin ser la guerra por otros medios. No es el paraíso, pero en el Río de la Plata todo eso no es poco.
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