La escuela estatal Nº1 de San Isidro era un colegio modelo en los 80. Hoy allí, como en tantas escuelas del conurbano, anida el deterioro y la violencia. No todos los alumnos son violentos: son unos pocos, pero hacen más ruido y daño que la peste.
El lunes 31, una alumna de 8º grado agredió brutalmente a otra de 7º. Le pegó de atrás y después intentó, con la ayuda de una amiga, estrellarle la cara contra el piso. No ocurrió en las bandejas de una cancha antes de un partido sino un día de semana, en medio del hormigueo implacable del centro de San Isidro.
A Priscila la socorrió la dueña de un local, luego de implorarles en vano ayuda y datos de la víctima a los más de 20 chicos que, como en un circo de la vieja Roma, se deleitaban con la escena. “Le pegaron porque es linda”, dijo la madre de la chica agredida, luego de notificar el hecho en la comisaría.
Enterada del episodio, la mamá de la agresora fue al sanatorio a disculparse. Creyó que ese gesto alcanzaría para que la denuncia fuese levantada. Como eso no sucedió, al día siguiente volvió al sanatorio. Atravesó la puerta con insultos. Y se fue, indignada. Hobbes decía que el hombre nace malo y salvaje. Y que esa información se hereda.
Tres días más tarde, en Misiones, un chico mató a un compañero después de clavarle un cortaplumas en el pecho. Discutieron a la salida del colegio. Ese mismo día, también en Misiones, una estudiante de magisterio –una futura docente– amenazó con una 22 a una compañera porque se había sentado en su banco.
Muchas veces se habla de la violencia como un defecto inapelable de las grandes urbes. No es el caso de casi ninguno de los episodios de tragedia juvenil que, como el cambio climático, vienen perfeccionando sus ominosos efectos en el país en los últimos años.
La masacre de Carmen de Patagones de 2004 así lo demuestra. Junior asesinó en el sosiego de un pueblo casi patagónico. Cada uno de estos hechos tuvo lugar en medio de una sociedad crispada, un país donde un sector de sus habitantes volvió a enfrentarse –con el maquillaje y la excusa de las retenciones al campo– por deseos y aversiones de la década del 40. Un país que convirtió a la Semana Santa y a sus rutas en un velatorio ambulante. Un país que no para de agredirse.
La Argentina es la maltrecha espina dorsal que une cada una de esas vértebras de intolerancia. Su crisis es de tipo existencial, en la más elemental acepción de la palabra. Se niega –no existe– lo distinto: no se soporta, mucho menos se escucha, al otro. Ni en la ruta ni en la plaza; ni en la popular ni en el pupitre. Se anhela y disfruta de la libertad, pero no se acepta la quintaesencia de esa condición, que es la libertad de acción del otro. Se hace propia aquella máxima de los liberales clásicos: “Si la realidad no coincide con lo que pienso, lo siento por la realidad”.
Hay una lógica que emparenta a alumnos, barras, piqueteros y conductores: las diferencias se resuelven a los golpes. Pero también es la lógica del comment en los blogs, la panacea catártica de la burguesía: se usa la descalificación inmediata, el subrayado histérico y bestial de la diferencia de criterio. Gritos mudos de odio e intolerancia cuelgan de la red todos los días.
Una de las mayores victorias de la libertad es la posibilidad de hacer lo que nos plazca. Pero el deterioro de la vida –de las condiciones de vida– nos puso en otro lugar. Con mayores o menores recursos, la calidad moral de nuestros días se ha debilitado. Pero, a su vez, el signo de los tiempos nos pide placer y satisfacción de deseo permanente e inmediato.
En simultáneo, esas dos realidades entran en colición. Vivimos peor, con una escala de valores endeble y vulgar, pero, contaminados con el mensaje publicitario del placer, buscamos vida donde sólo hay muerte, vacío o pura banalidad. Porque el placer también se encuentra cuando nadie nos contradice, cuando mi grupo de pertenencia impone sus deseos.
Ser los dueños de la verdad –o del relato de la verdad–, ser los dueños del paravalanchas de la tribuna, de la ruta o del pupitre del colegio: lo importante es dominar y aniquilar la verdad del otro.
Lo que está en discusión es el modelo, pero no el económico de la Argentina de hoy, si es que lo tiene, sino el modelo existencial de nuestra sociedad. Nuestra matriz. Los 70 están ahí. No se recuerdan los hechos –más de la mitad de los jóvenes no saben qué pasó el 24 de marzo– pero pervive algo peor: las ganas de aplacar al otro con violencia.
En la escena final de El Padrino III, mientras Michael Corleone sostiene el cuerpo moribundo de su hija inocente y baleada, mira el cielo y se pregunta cómo y por qué diablos sucedió eso. Su historia desgraciada explicaba ese inexorable, lúgubre final.
El lunes 31, una alumna de 8º grado agredió brutalmente a otra de 7º. Le pegó de atrás y después intentó, con la ayuda de una amiga, estrellarle la cara contra el piso. No ocurrió en las bandejas de una cancha antes de un partido sino un día de semana, en medio del hormigueo implacable del centro de San Isidro.
A Priscila la socorrió la dueña de un local, luego de implorarles en vano ayuda y datos de la víctima a los más de 20 chicos que, como en un circo de la vieja Roma, se deleitaban con la escena. “Le pegaron porque es linda”, dijo la madre de la chica agredida, luego de notificar el hecho en la comisaría.
Enterada del episodio, la mamá de la agresora fue al sanatorio a disculparse. Creyó que ese gesto alcanzaría para que la denuncia fuese levantada. Como eso no sucedió, al día siguiente volvió al sanatorio. Atravesó la puerta con insultos. Y se fue, indignada. Hobbes decía que el hombre nace malo y salvaje. Y que esa información se hereda.
Tres días más tarde, en Misiones, un chico mató a un compañero después de clavarle un cortaplumas en el pecho. Discutieron a la salida del colegio. Ese mismo día, también en Misiones, una estudiante de magisterio –una futura docente– amenazó con una 22 a una compañera porque se había sentado en su banco.
Muchas veces se habla de la violencia como un defecto inapelable de las grandes urbes. No es el caso de casi ninguno de los episodios de tragedia juvenil que, como el cambio climático, vienen perfeccionando sus ominosos efectos en el país en los últimos años.
La masacre de Carmen de Patagones de 2004 así lo demuestra. Junior asesinó en el sosiego de un pueblo casi patagónico. Cada uno de estos hechos tuvo lugar en medio de una sociedad crispada, un país donde un sector de sus habitantes volvió a enfrentarse –con el maquillaje y la excusa de las retenciones al campo– por deseos y aversiones de la década del 40. Un país que convirtió a la Semana Santa y a sus rutas en un velatorio ambulante. Un país que no para de agredirse.
La Argentina es la maltrecha espina dorsal que une cada una de esas vértebras de intolerancia. Su crisis es de tipo existencial, en la más elemental acepción de la palabra. Se niega –no existe– lo distinto: no se soporta, mucho menos se escucha, al otro. Ni en la ruta ni en la plaza; ni en la popular ni en el pupitre. Se anhela y disfruta de la libertad, pero no se acepta la quintaesencia de esa condición, que es la libertad de acción del otro. Se hace propia aquella máxima de los liberales clásicos: “Si la realidad no coincide con lo que pienso, lo siento por la realidad”.
Hay una lógica que emparenta a alumnos, barras, piqueteros y conductores: las diferencias se resuelven a los golpes. Pero también es la lógica del comment en los blogs, la panacea catártica de la burguesía: se usa la descalificación inmediata, el subrayado histérico y bestial de la diferencia de criterio. Gritos mudos de odio e intolerancia cuelgan de la red todos los días.
Una de las mayores victorias de la libertad es la posibilidad de hacer lo que nos plazca. Pero el deterioro de la vida –de las condiciones de vida– nos puso en otro lugar. Con mayores o menores recursos, la calidad moral de nuestros días se ha debilitado. Pero, a su vez, el signo de los tiempos nos pide placer y satisfacción de deseo permanente e inmediato.
En simultáneo, esas dos realidades entran en colición. Vivimos peor, con una escala de valores endeble y vulgar, pero, contaminados con el mensaje publicitario del placer, buscamos vida donde sólo hay muerte, vacío o pura banalidad. Porque el placer también se encuentra cuando nadie nos contradice, cuando mi grupo de pertenencia impone sus deseos.
Ser los dueños de la verdad –o del relato de la verdad–, ser los dueños del paravalanchas de la tribuna, de la ruta o del pupitre del colegio: lo importante es dominar y aniquilar la verdad del otro.
Lo que está en discusión es el modelo, pero no el económico de la Argentina de hoy, si es que lo tiene, sino el modelo existencial de nuestra sociedad. Nuestra matriz. Los 70 están ahí. No se recuerdan los hechos –más de la mitad de los jóvenes no saben qué pasó el 24 de marzo– pero pervive algo peor: las ganas de aplacar al otro con violencia.
En la escena final de El Padrino III, mientras Michael Corleone sostiene el cuerpo moribundo de su hija inocente y baleada, mira el cielo y se pregunta cómo y por qué diablos sucedió eso. Su historia desgraciada explicaba ese inexorable, lúgubre final.
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